La Tomebamba de Túpac Yupanqui

Christian y Tracy se dicen sí en la iglesia de San Blas mientras dos jóvenes preparan fuegos artificiales en el parque y las vendedoras de chucherías se colocan estratégicamente en la puerta del templo. Tras la misa, muchos salen con hambre. Al otro lado de la zona antigua, en la iglesia del Carmen de la Asunción, rezan el rosario. A las afueras, las vendoras de flores comienzan a recoger el producto porque el sol se oculta.
Con su sombrero, apoyado en una de las columnas del soportal, un hombre observa a las gentes que pasean junto a la catedral nueva. Los últimos rayos se asoman destrás de sus cúpulas azules. Es sábado en Cuenca. Me recomendaban que acudiera a la ciudad, pero no hubo ocasión. Esta vez, de regreso de Cañar —por supuesto, para no romper la regla, sin ver el tesoro de Ingapicar—, el avión, demasiado pequeño, me dejó en tierra, como a muchos otros. La oportunidad es perfecta para descubrir la zona.
Esta Cuenca es muy española. Muy castellana. No parece el Ecuador que he visto en otros lugares. Tejados a dos aguas y teja árabe, en lugar de tejados planos. Edificios de piedra y de ladrillo rojo, en lugar de los bloques de hormigón que inundan de gris las calles de tantas ciudades y pueblos del país. Árboles y jardines, como no se suele ver en Quito y menos aún en Guayaquil. Y, sobre todo, el río que cruza la ciudad, el Tomebamba, el nombre que Túpac Yupanqui, el décimo inca, dio al lugar en el siglo XV. El Hotel Victoria se asoma al río desde la calle Larga y la escalinata me lleva hasta la ribera, en donde los niños juegan sobre la yerba. Calle arriba, Benigno Malo —el nombre se las trae— conduce, entre cafeterías, pastelerías —tan difíciles de ver en Quito— y cibers, a la plaza de las catedrales. Cuenca "no tiene rival en Ecuador en cuanto a encanto colonial", dice la guía Lonely Planet. Doy fe de ello.