La Caracas colonial

La tarde del domingo proporciona tranquilidad a la zona de la plaza Bolívar. Entre semana, hay una marea humana que transita, busca un lugar para el almuerzo, vende DVDs o paraguas sobreevaluados sin llueve repentinamente, compra oro o dólares... La jornada dominical devuelve la calma al lugar. En la plaza, cientos de personas disfrutan de una temperatura agradable —algunos sentados a los pies del caballo del Libertador—, el rumor de las fuentes doradas, los niños que juegan... y el inevitable predicador evangélico que advierte del fin del mundo y de la necesidad de arrepentirse.
La catedral, más estimulante por fuera que por dentro, apenas recoge a unas decenas de personas que cantan, con las manos en alto, las plegarias que proclaman la salvación al ritmo de una guitarra eléctrica y el coro de unos jóvenes que juegan con sus voces, mientras la capilla de la familia Bolívar, fría de mármol, registra alguna mirada que pasa de vez en cuando. La guía cuenta que el terremoto de 1812 inclinó la torre del campanario, de 40 metros de altura, pero un segundo temblor, quince días después, la devolvió a su lugar.
Más clásica, la iglesia de San Francisco, al otro lado de la sede del parlamento, aparece mucho más transitada, a la sombra de su ceiba y bajo su techo de madera. Aitor me descubre que he dejado pasar la casa natal de Bolívar, a unos metros de San Francisco. Otro día será. Queda la foto para atender la petición de David. Ahí estoy y ahí queda mi pelada.