8.3.20

La epidemia de miedo

La epidemia de miedo ya ha saltado a la vida cotidiana en Londres. No, la gente (siempre hay alguna excepción) no va todavía con máscaras antivirus, pero los efectos del pánico económico y social sí son una realidad con consecuencias graves en algunos casos (como siempre, en los estratos más débiles de la sociedad). El ejemplo más evidente de paso de la teoría a la práctica del miedo son algunas estanterías vacías en el supermercado Waitrose de Porchester: agotada la pasta, el arroz, el papel higiénico y el agua embotellada.

Durante semanas, el virus Covid-19 (‘coronavirus’, como popularmente se le conoce) ha llenado las conversaciones. Hay de todo: desde algunos diálogos que se acercan peligrosamente a la histeria a las bromas en torno a la mortalidad de los mortales humanos. Por supuesto, las decisiones y anuncios de los Gobiernos han ayudado muy poco a la serenidad.

La situación hasta ahora importaba relativamente poco porque el epicentro de este terremoto estaba en China: se hacía realidad ese principio del periodismo que señala que a la audiencia le importa más el resfriado de su vecino que la muerte de un millón de chinos. Tampoco inquietó que llegara abruptamente a Irán. Pero todo cambiaba cuando aparecía en la cercana Italia, a donde cientos de miles de británicos y europeos viajamos con relativa frecuencia y en donde decenas de miles de nuestros jóvenes viven ‘sacrificadamente’ su experiencia Erasmus llena de terrenales placeres.

Con sus turistas por todo el mundo, Reino Unido lleva dos meses de sobresalto en sobresalto porque alguno de sus jubilados enferma gravemente en un barco en Japón, en un relajante hotel de Canarias (imperdibles las imágenes de los bañistas con máscaras en la piscina) o en un crucero zarpado desde Los Ángeles (Estados Unidos).

El primer ministro británico, en éxtasis por su mayoría absoluta en diciembre y por su nueva futura paternidad con su jovencísima novia, ha comenzado sin embargo el año con muy mal pie. Tres tormentas consecutivas han anegado extensas zonas en todo el reino. Johnson ha optado por ignorar el asunto, quizá por aquello de que si no se habla de ello a lo mejor pasa sin más. Y cuando ya comenzaba a darse cuenta de que tenía que hacer algo para contener el profundo enfado de los damnificados, ha comenzado la eclosión del virus en las islas.

La información en los medios de comunicación es amplia y bastante equilibrada si se toman como referencia la radiotelevisión pública BBC y los diarios ‘The Times’ o ‘The Guardian’. Sin embargo, como señalaba el reconocido historiador israelí Yuval Noah Harari, en entrevista con el magnífico informativo ‘Newsnight’, la sociedad ha perdido su confianza en los Gobiernos. Quien más quien menos se pregunta a qué viene tanto jaleo si es una gripe, como tantas, y si en realidad será que hay algo oculto tras las extraordinarias medidas adoptadas por las autoridades y tras sus preocupantes declaraciones de que el sistema público de salud es magnífico y tendrá total capacidad para atender esta crisis. De hecho, resulta poco reconfortante y escasamente tranquilizador ver a Boris Johnson lavarse (malamente) las manos durante 20 segundos (seguramente Poncio Pilatos se esforzó más en la bíblica escena) y presentar como gran solución a la epidemia esta básica medida de higiene que la mayoría realiza desde la infancia.

La (cuestionable) gestión gubernamental de esta crisis sanitaria internacional tiene, en cualquier caso, efectos en el día a día. La tienda por internet Amazon ya señala en su versión en Reino Unido que puede tener dificultades de disponibilidad de algunos productos básicos y la mayor cadena de supermercados británica (Tesco), además de otras, ha anunciado limitaciones en la venta de algunos alimentos (como pasta y leche ultrapasteurizada UHT de larga duración) así como de gel antibacterial con base en alcohol, que también está restringido en la conocida red de productos farmacéuticos Boots. Por supuesto, todo se puede comprar por otras vías, pero los precios suben, como bien saben quiénes pretenden adquirir una de las agotadas máscaras antivirus.

Pero Londres, el más obrero y débil en esta voraz cadena alimenticia capitalista, ha empezado también a recibir notificaciones de empresas que piden a los trabajadores que se queden en casa. Los contratados a tiempo completo no tendrán mayor problema, de momento. Pero ya tiembla la cuenta bancaria de muchos españoles, latinoamericanos y extranjeros empleados en lo que aquí llaman el sector ‘hospitality’ (restaurantes y hoteles) y comercio. Son empresas que recurren bien al empleado eventual por días y horas (‘casual worker’) o bien que realizan los llamados ‘zero-hour contract’ que no comprometen a la compañía a contar con el trabajador, quien lo mismo se queda a verlas venir sin un minuto trabajado o que hace 60 horas una semana. El descenso evidente de la demanda en hostería está dejando a muchos empleados sin trabajo estos días, cuando lo peor está por venir, y sus caseros difícilmente accederán a perdonarles el pago de los disparatados alquileres londinenses (a partir de 750 libras mensuales por una habitación en la zona centro).

De este modo, la epidemia de miedo se extiende poco a poco por Londres. Quizá, temiendo lo que pueda pasar, el Gobierno ha previsto que las fuerzas armadas estén disponibles para garantizar el orden público. Nada apunta este 8 de marzo de 2020 a que el río se llegue a desbordar, pero también es cierto que Reino Unido no preveía que tres tormentas azotaran la región este invierno. Dos semanas después de las lluvias, siguen inundados.

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